11 de julio de 2011

Ese momento efímero llamado voto

Ayer se celebraron las elecciones en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y más allá de los resultados que se dieron (un 47,1% para Mauricio Macri y un 27,8% para su competidor para la segunda vuelta Daniel Filmus), quiero dejar una simple reflexión sobre lo que significa o significó para mí, por lo menos, ejercer la votación, teniendo en cuenta que fue la primera vez que asistí a los comicios.

Mientras esperaba para votar, en la cola que siempre se forma cuando hay que hacer algo en público, me puse a pensar en que iba a pasar después de transferir mi opinión y mi pensamiento a un sobre con un papel que luego sería depositado en una urna. Hasta ese momento no le di importancia al cuarto oscuro. Sin embargo cuando tomaron mi documento (por suerte no me felicitaron por ser la primera vez, eso hubiese sido muy molesto) y me dieron el sobre para que ingrese al cuarto oscuro, tuve otra mirada.

Ingrese al aula, un montón de boletas como debe ser, pluralidad de partidos y voces, pese a que ello se diluya solo en un discurso (la realidad económica de cada partido suele determinar quién habla más o menos). Muy convencido de lo que iba a hacer, a quién iba a votar y a quién no, metí el papel sin cortar boleta y salí en un tiempo aproximado de 2 minutos porque me quede viendo las demás boletas a ver si estaban todas. En ese momento me di cuenta de una situación que nunca había pensando en mi vida, mi pensamiento se había materializado en u objeto y mi responsabilidad como ciudadano duro dos minutos.

Todavía, ¿Seguimos creyendo que una ciudad se construye con dos minutos de participación e involucramiento ciudadano en una simple votación? ¿Es posible defender los derechos sociales, humanos y civiles de la ciudadanía en su conjunto en un acto tan efímero y concreto? Me imagine a la votación como una excusa para justificar el comprometimiento personal e individual con la realidad que vive el país. No salir nunca de un entorno en el cual nos movemos, pensar mi propio pensamiento en base a los discursos idealistas, carentes de verdades empíricas o engañosos que los políticos muchas veces dan por televisión y eso sumado a una cultura que se gestó en el “sálvese quien pueda” resulta una combinación explosiva mixta de individualismo, de creer que podemos saber todo y hablar de todo y de caer en posiciones fanáticas en un ambiente en donde el fanatismo irreflexivo y la devoción religiosa pueden desembocar o tener consecuencias terribles en términos humanos.

Los derechos de las personas no tienen ideología ni bandera partidaria y es un deber cumplirlos no solo por los que detentan el poder, sino por la totalidad de la ciudadanía. Tuvimos 1460 días, 35.040 horas y 2.102.400 minutos en cuatro años para hacer valer nuestros derechos y construir algo más equitativo y justo, que de igualdad de oportunidades. Y la vida durante los próximos años para parte de la sociedad fue definida en un cuarto oscuro mientras otra espera cómoda por ingresar dentro de cuatro años más a ese mismo lugar solo para no ser sancionado por la ley.

Les dejo una cita de Bertolt Brecht, dramaturgo y poeta alemán:

“El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.

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